Tenemos el placer de anunciarte la publicación del libro Yo estuve en la Bripac  El autor es actualmente veterano de esta unidad, y nos narra sus experiencias, vivencias y recuerdos de los 4 años que pasó integrado en sus filas, su formación paracaidista, entrenamientos, misiones en Bosnia etc…. Si eres veterano de la Brigada Paracaidista seguro que retrotraerá a tu paso por la Bripac. Aqui tienes una breve sinopsis.

Yo estuve en la Bripac

Me llamo Juan José Fermín Pérez. Desde noviembre de 1996 a febrero de 2000, estuve destinado en la Primera Bandera Paracaidista. Fueron dos años y medio como fusilero de la Primera Compañía, y algunos meses más en la Plana Mayor. Me marché cuando ascendí a cabo, y pedí otro destino.

Tenía veinte años cuando entré por la puerta del Batallón de Instrucción Paracaidista. Muchos compañeros sabían a lo que venían. Eran hijos de veteranos, de militares en activo o, simplemente, apasionados del ejército. Yo no. En aquel tiempo, ni siquiera tenía conexión a Internet para poder informarme. Había escuchado relatos de segunda o tercera mano sobre los Legionarios del Aire. Hombres igual de feroces que sus hermanos de Tierra y -se decía- bastante más locos. ¿Qué pintaba yo, un muchacho que no hacía mucho deporte, en una unidad como esa? El centinela me lo dejó claro: “Si no has hecho la mili, por lo menos, lo tienes chungo”. Bueno, pensé. Si no doy la talla, tengo dos meses para arrepentirme y volver a mi casa. Pero, ahí dentro, debajo del músculo y todo lo blando, algo me decía que aquella era mi casa. Que incluso el cachorro de lobo le tiene vértigo al abismo de su primera cacería, sin saber si dará o no la talla. Sí, yo quería llevar la boina negra, saltar de un avión, y resistir todo lo que pudiesen echarme a la espalda. Volver atrás no era una opción.

Reclutas en el BIP 1996

En el BIP, soy el delgaducho en el centro de la imagen (Imagen obtenida de video en VHS, reportaje sobre la promoción 3/96)

Era noviembre de 1996, y yo aspiraba a una plaza como militar de empleo. En Murcia, la temperatura no bajaba de los treinta grados, ni siquiera en aquella época, y yo vestía como el vocalista de un grupo heavy. Con cazadora de cuero, pantalones tan ajustados que todo amenazaba con reventar por ahí abajo, y unas melenas que no cuadraban en absoluto en ese cuartel del ejército. Pero entré por esa puerta, sí. Ya se encargarían ellos de apañar mi aspecto. También dí por supuesto que, ahí dentro, no había superhéroes. Que incluso los paracaidistas más duros y feroces no habían nacido con un Cetme terciado al pecho, y que consiguieron sus habilidades a base de entrenamiento y trabajo duro. Así que vamos, y empecemos cuanto antes.

Veinticinco años después, volvería a tomar la misma decisión. Con más ganas, tal vez, sabiendo ya que los momentos malos no fueron ni tantos ni tan duros, y me esperaban muchas experiencias positivas. Pero quien diga que llevar un uniforme es una tarea sencilla, miente o se engaña. No es fácil subordinarse a una entidad que te lo pide todo, incluso la propia vida, si fuera necesario. Escenarios como Bosnia, Irak o Afganistán, han demostrado que el “Triunfar o morir” no es un simple lema que alguien pueda lucir en una camiseta. Se vive y se puede morir en el Ejército, defendiendo todo lo que representa esa banderita bordada en un hombro. No es fácil rendir una parte de la individualidad, para convertirse en parte de un gigantesco engranaje, capaz de plantearse proezas que una sólo persona no podría alcanzar ni en sueños. Tampoco es fácil vencer las propias debilidades, entrenamiento tras entrenamiento, para romper los límites y alcanzar otros nuevos. Es un camino complicado, a veces ingrato, que te deja muchas veces sin aliento, y te hace preguntarte por qué no seguiste otros rumbos, mucho más agradables. Pero sabes que no puede ser de otra manera. Que recorrer esa senda, con todos sus obstáculos, es lo que ha hecho de ti un combatiente de primera línea, que podrá acometer sin vacilaciones cualquier misión que le encarguen.

Sí, yo no sabía nada de eso cuando me raparon la cabeza y me dieron un uniforme de camuflaje, sin galones ni distintivos. Qué iba a saber, ni yo, ni ninguno de los trescientos reclutas que andaban por allí, recién salidos de instituto. Nada. Ni a ponerse en firmes ni a descanso, ni a distinguir los distintos galones, ni siquiera a hacer el saludo militar de manera correcta. Pero los instructores eran pacientes y las cosas iban saliendo. Qué gustillo cuando al fin se conseguía marcar el paso todos a la vez, haciendo retumbar las paredes. Qué sensación la de cantar esas viejas canciones, algunas compuestas en tiempos de Alfonso XII, con una sola voz.

Ni que decir tiene que el curso de paracaidismo fue lo más emocionante que hice en el BIP. En aquel momento, no me había subido nunca a un avión. Haría un dos por uno, como en las ofertas de un supermercado: mi primer vuelo y mi primer salto. Cada uno lo vivió a su manera. Algunos haciendo bromas, muchos sin disimular que le temblaban las manos y otros, como yo, completamente anestesiados. Cuando los nervios superan determinados niveles, el cerebro apaga el interruptor. Mira, macho. Haz lo que tengas que hacer, que yo me planto y dejo de pensar hasta nueva orden. Además, ¿quien querría quedarse en el interior de esos avioncitos, estrechos como un Renault 5, que se bambolean de un lado al otro, en medio del escándalo de los motores y un insoportable hedor a queroseno? Parece que haya cincuenta grados, y que el paracaídas pese cien. Es más sencillo tirarse al vacío que soportar allí dentro un solo segundo más. Hay una sacudida enorme, como si te hubiera escupido un gigante y luego la paz. La misma que disfrutan los pájaros allí arriba, donde no hay ruido y todo parece flotar. Pero no puedes dormirte. Porque el suelo viene a tu encuentro, y lo hace bastante rápido…

Salto en Casa de Uceda. Bripac 2019

Salto (imagen obtenida de un video de captación del Ministerio de Defensa, del año 2019)

Recibí mi diploma de cazador paracaidista un 23 de diciembre, justo el día que nos íbamos de permiso. Lo perdí (y luego lo recuperé) esa misma noche en las calles de San Fernando, en Cádiz, en medio de una de las experiencias más estrambóticas de mi vida. Para descubrir todos los detalles hay que acudir al libro, pero en el reparto hay una prostituta (que nadie piense mal), una ladrona, una patrulla de la Policía Nacional y un viejo veterano paracaidista. Las risas están garantizadas (ahora. En su momento, ni chispa de gracia, tú).

Avanzamos hasta enero de 1997. Ya era militar de empleo, y sólo me faltaba conocer mi destino. Con mi metro setenta y cinco y mis escasos sesenta kilos (hay espárragos con más chicha), dudaba que me fueran a mandar a una unidad más o menos cañera. Seguramente, alguien habría meneado la cabeza al verme (mira lo que me manda el Ministerio de Defensa, tú. Parece que los compran por Aliexpress) y luego me metería en la Plana Mayor, Logística o cualquier cosa similar. Pero no. En aquella explanada de la base Primo Rivera, de Alcalá de Henares, que entonces concentraba a casi todas las unidades de la BRIPAC, me anunciaron que mi destino sería la Primera Compañía de la Primera Bandera. Lo más de lo más, muchacho. Para que no te aburras.

Patio de armas del Príncipe Lepanto, sede de la I Bandera a finales de los noventa.

Patio de armas del Príncipe Lepanto, sede de la I Bandera a finales de los noventa.

Mil cabos y cien sargentos empezaron a gritar a la vez (eso parecía), nada más entrar por la puerta del Príncipe Lepanto, sede de la Primera Bandera, en el centro de la ciudad. ¿Que si da miedo el avión? No, hombre. Lo que de verdad asustaba eran esos veteranos y mandos salivando a la vista de tanta carne fresca. Míralos, las criaturas. Huelen a coche nuevo, y no les han sellado ni la garantía todavía. Están bastante verdes, pero seguro que ya se pueden comer. ¿Cuál te pides primero?

Sí, los comienzos siempre son difíciles. El BIP era un balneario de verano, comparado con el entrenamiento y la disciplina que nos esperaba en la Bandera. La boina negra no es algo que te entreguen por las buenas, no. Hay que correr más distancia, saltar más lejos, trepar más alto. Arrastrarse por las piedras y los espinos hasta que se despellejen codos y rodillas. Asaltar una y otra vez la misma cota, como en una pesilla recurrente, no importa si llueve o el mundo arde bajo el sol. Cargar unos treinta kilos en equipo y armamento, dispuesto a caminar otros tantos kilómetros, con alguna paradita para atacar un objetivo secundario o repeler una emboscada. ¿Cansados, legionarios? Pues vamos a repetirlo, esta vez con munición real, y mucho más rápido. ¡Vamos!

A mi pesar, yo me convertí en experto en meter la pata. No fui el más torpe ni el más despistado de los paracaidistas, pero me gustaba pifiarla a lo grande. Mi fallo más monstruoso fue olvidar el chaleco antifragmento en el campo de maniobras de Chinchilla, en Albacete. No era tan grave como perder el fusil, pero casi. Mi capitán, un hombre muy serio, pero más magnánimo de lo que daba a entender, me propuso un trato. Podía aligerar mi castigo si le entregaba un chaleco, sin importar de donde lo sacase. Tenía una semana. Después de recorrer varias tiendas y posibles vendedores, me di cuenta de que sólo había una forma de salir de ese lío: volviendo por mi cuenta a Albacete, colarme en el campo de maniobras, y localizar mi chaleco. Una aventura que algunos aún recuerdan en la Bandera, tantos años después.

Instrucción de combate Brigada Paracaidista 2002

Instrucción de combate (imagen obtenida de un video de captación del Ministerio de Defensa, del año 2002)

Con el tiempo, hasta yo acumulé la experiencia suficiente para desempeñar un trabajo impecable e, incluso, guiar a otros. Algunos mandos me aconsejaron que me ganara los galones de cabo, tan pronto cumpliera el tiempo marcado por las normas, o que me planteara dar el salto a la Básica. En aquel momento, no sabía si seguir en el Ejército o bien prepárame para la vida civil. Bien o mal, escogí el segundo camino. Por eso, cuando solicitaron voluntarios que tuvieran conocimientos ofimáticos, para ocupar un puesto en la Plana Mayor, me presenté voluntario. Ese sería el primer paso para formarme como administrativo primero, y como analista programador después. Debo toda mi carrera en la empresa privada a esa pequeña decisión. Pero no dejo de preguntarme si no hubiera sido mejor el otro camino, el de la Básica. Qué habría sido de mi volviendo a la Brigada como sargento, con un buen lote de misiones internacionales en el horizonte, y muchas ganas de ponerme a prueba.

Precisamente, cuando me pasé a la Plana Mayor, se confirmó que nos mandarían a Bosnia. Un país que aún rumiaba su postguerra, desenterrando cadáveres en medio de un paisaje en ruinas. En ese momento, a principios del 99, la OTAN andaba bombardeando la vecina Serbia, y ese cartucho de dinamita parecía a punto de estallar. Fue allí donde me di cuenta de que no hay mejor garantía para defender la paz, que estar preparado para la guerra. Te lo enseñaban hombres y mujeres que había visto los tanques de los nazis, en la Segunda Guerra Mundial, y que habían enterrado a hijos y nietos. De nada sirven las columnas de opinión ni las manifestaciones en contra la violencia, si no hay alguien dispuesto a interponerse entre la víctima y su verdugo. Esos ancianos estaban vivos gracias a nosotros, y brindaban en nuestro honor. Pero podríamos haber llegado antes. Mucho antes. De Bosnia me lleve muchas otras lecciones que he intentado transmitir en mi texto.

En Bosnia, como parte de la SPABRI X, 1999.

En Bosnia, como parte de la SPABRI X, 1999.

Tampoco he querido pasar por alto experiencias más polémicas. A finales de 1998, el Ministerio de Defensa sentó al escritor Juan José Millás en el banquillo, acusado de injurias. Había escrito una columna de opinión criticando que se renovara contrato a un cabo acusado de malos tratos, y daba por supuesto que ese tipo de personajes eran bienvenidos en el Ejército. Da la casualidad de que ese cabo estaba en mi pelotón y fui testigo de todos sus desmanes. Siempre me quedó la espina de contar la verdad. Sí, en la Brigada Paracaidista hubo alguna que otra oveja negra, como en cualquier otro colectivo. Nunca está de más señalarlas. Pero lo que no salió en los medios, es que la Unidad reaccionó de manera inmediata para solucionar el problema y evitar que se repitiese. Toca hacer justicia, contando todos los detalles, aunque sea con un cuarto de siglo de retraso.

Cuando me planteé escribir este libro, no quería que se limitase a ser una recopilación de experiencias personales. Deseaba transmitir todo lo que significa llevar el rokiski en el pecho, con la mente puesta en mi hijo, que ahora tiene tres años, y que algún día se sentará a leer el texto que escribió su padre. Por eso, el libro no sólo es una carta de amor a la Unidad, sino también una tarjeta de presentación. Esto es lo que somos, esto es lo que hacemos, ahora y hace dos décadas. Incluyo detalles que faciliten ese cometido, como un resumen de la historia de la Brigada, su ideario, así como sus principales canciones, escudos y emblemas, entre otras cosas. En total hay casi cien fotografías también, que reflejan detalles claves sobre el proceso del salto, la instrucción y mi paso por Bosnia. No me cabe duda de que todo ese material despertará muchos recuerdos en los veteranos.
Apuesto también que, para cualquier lector, conozca o no a la Brigada Paracaidista de primera mano, este libro resultará muy ameno e interesante.

Autor: Juan José Fermín Pérez. Cabo CLP curso 755 ET, promoción 3º/96

Yo estuve en la Bripac puedes comprarlo ahora

Prohibida la copia y reproducción total o parcial de sin el permiso del autor.
Si te ha gustado déjanos tu Me gusta en las redes sociales.

Veteranos Paracaidistas de España
www.vetpac.es – email vetpac@vetpac.es

Ahora ya puedes comprar en VETPAC artículos y complementos de tu unidad, emblemas, parches, camisetas, libros, tecnología etc

Ver ahora productos Amazon VetPac